Cuando muchos estábamos sacando el pañuelo anticipando uno de los duelos más agudos del mundo de la moda para el 2018, la sacrosanta Colette nos sorprende con una nueva colaboración con Chanel digna de lágrima. La firma francesa le ha metido mano al templo de la rue Saint Honoré a poco más de un mes para su acta de defunción (¡la tienda cierra sus puertas el próximo 20 de diciembre!) con el sello del siempre infatigable Lagerfeld, que se ha sacado de la manga una ensoñación global cuya puesta en escena nada tiene que envidiar a los célebres Pabellones de la Elegancia de los años 30.
No voy a negar que mi última visita a Colette, la semana pasada, tenía algo de peregrinación. Iba con toda la solemnidad de la que sabe que se enfrenta a una despedida decisiva, así que, como manda la tradición, entré tirando de rictus y con el cuajo medio tembloroso. Y primer ¡bum!: lejos de un ambiente melancólico avant la lettre, me topé de bruces con toda la pompa a la que Colette nos tiene acostumbrados. Ahí no se respiraba nada parecido a un anticipo de funeral, sino un olor a fiesta y a celebración de altura, con sus vedettes, sus invitados y su decorado estelar.