Decía Baudelaire que la imaginación es una facultad casi divina capaz de revelar las relaciones íntimas y secretas de las cosas. Ella sería la responsable de mostrar al hombre el sentido del color, de la forma, del sabor y del sonido, la instigadora de lo nuevo y la pieza clave, en definitiva, de la creación del mundo.
Lo que puede resultar una pendantería de historiadora del arte es, qué le vamos a hacer, lo primero que me ha venido a la cabeza al mirar de frente el trabajo a retazos de Marisa Maestre. Sus collages, tan sencillos como refinados, harían sin duda salivar al mismo Baudelaire y su pandilla de acólitos fundadores de la modernidad, esa tropa de artistas, intelectuales y bon vivants en general tan proclives a la experimentación de la imaginación como sensibles a la belleza de lo irreal y lo maravilloso.
Fiel a la tradición dadaísta y surrealista, Marisa Maestre actualiza en su magnífica obra la técnica de la asociación libre inventada por el psicoanálisis y su expresión de vanguardia, la escritura automática, renovando con ello las virtudes creativas del que seguramente sea el amante más candente de la imaginación, el inconsciente.
En sus collages, Marisa explora la expresividad de esta fuerza clandestina de nuestra psique y estruja con un extremado buen gusto sus dotes de para lo improbable, el sin sentido y el azar. ¿El resultado? Una constelación de composiciones inquietantes en las que la naturaleza, lo femenino, la arquitectura o el objet retrouvé conviven a base de grabados, recortes de revistas antiguas, hilos y papeles pintados.