Al acecho. Ésa es la actitud con la que llegué a una nueva edición de ARCO. Tras la sensación de cuadro desalmado que dominó el año pasado, y después de cotillear con unos y con otros sobre las expectativas de este 2014, una venía con cierto aliento entusiasta. ¿Balance final? Satisfacción sin empacho, que ya se sabe que la saciedad mata el deseo y el deseo es el motor de la vida, condición de que queramos seguir mirando.
Mi sensación global es que esta 33º entrega de ARCO ha brillado por varias cosas: la evidente mejora del espacio expositivo (la cosa va adquiriendo aires europeos, lo que es muy de agradecer); el optimismo de artistas y galeristas; el follón con el nuevo IVA del arte anunciado hace pocas semanas por el gobierno (no se entera ni perry de cómo hay que aplicar la nueva tasa); y, en general, una atmósfera menos comedida que la edición anterior y por lo mismo bastante más sugerente.
Pero sigue existiendo un factor de impepinable efecto negativo que también sufre la pasarela madrileña: su localización. IFEMA, ese lugar gris, desapasionado e insípido situado donde Cristo perdió la zapatilla. Como si Madrid no tuviera un centro con espacios estupendos para acoger este tipo de eventos que, en principio, pretenden producir un eco internacional. Tenía razón un amigo que me decía:"¿Te imaginas a Suzy Menkes o a Anna Wintour sentadas en el pabellón 8 de IFEMA?". Pues como que no. Lo mismo se aplica al mundo del arte. Es una cagada que los grandes monstruos del coleccionismo planetario, dispuestos a gastarse un dineral en algo que tiene que ver con la belleza y el sentido de lo estético, se encuentren en semejante escenario.